martes, 17 de junio de 2008

Rituales

Este cuento lo escribió el GROSSO de mi hermano:
Leonardo Sznajder


Me senté con las piernas cruzadas al borde de un abismo que se extendía mucho más allá de mi vista, tranquilo, dispuesto a fumar el último cigarrillo mientras mis últimos pensamientos se presentaban lentos en mi mente.
Dediqué al proceso de encender ese cigarrillo calculados movimientos, como creando un ritual, sabiendo que era el último y sabiendo que aunque cada cigarrillo había tenido su ritual, ese era especial. Abrí la caja con el pulgar de la mano y sonreí al ver que sólo quedaba uno, como si lo hubiera calculado. Acerqué la caja a mi boca y agarré el último cigarrillo con los labios. Lo mantuve allí un rato, demorando el desarrollo del acto, mirando cada detalle del extraordinario paisaje. Después busqué en un bolsillo los fósforos y al ver que quedaba uno sólo no sonreí.
Una cosa es una casualidad y otra muy distinta es saber que cada hecho es señal de otro hecho, que cada instante es metáfora de otro sentido.
Por un momento tuve miedo, pues el viento podría apagar mi único fósforo y entonces sabía que no tendría el valor de hacerlo. No podría saltar sin antes cumplir cada paso del ritual que me había impuesto. Me quité la campera y la puse sobre mi cabeza, formando una especie de caverna, y allí dentro encendí el fósforo.
Rodeado del silencio ficticio de mi refugio improvisado pude oír el suave ruido del tabaco quemándose, como crujidos de un hogar en miniatura. En seguida quité la campera y aspiré la primera pitada. Sentí el humo entrando en mis pulmones, sabiendo perfectamente que esa era la primera pitada del último cigarrillo.
Quise sostener esa bocanada mucho tiempo, para sentirla en toda su magnitud, pero unos segundos después la solté. Miré el humo salir de mi boca. El viento detenido me permitió inventar algunas formas en la pequeña nube. Pero pronto estaba aspirando una nueva pitada.
Y así, disfrutando cada pitada como si fuera la última, disfrutando ese cigarrillo como si fuera el último, fui fumándolo hasta terminarlo y darme cuenta que de hecho era el último.
Entonces saqué mi petaca, donde tenía un poco de whisky y tomé un trago. Era una parte fundamental del ritual, quizás, recién entonces lo pensé, porque necesitaba el valor o la despreocupación del alcohol, pero lo cierto es que se trataba sólo de sentir placer, el cigarrillo, el alcohol, el paisaje... sensaciones placenteras antes de terminar. Casi como la última cena del condenado.
Al terminar de beber sentí la inminencia del momento que se aproximaba, supe que ya no habría demoras, que se había acabado el tiempo del ritual y que sólo faltaba un último adiós, el que había decidido dejar para los otros, los que seguirían respirando después de mi último acto.
Como no había dejado nada librado al azar, tenía en un bolsillo un trozo suficiente de papel y un lápiz. Entonces escribí la carta que creí inventar pero que estaba redactada en mi mente posiblemente desde hacía años.
La coloqué en un sobre y ubiqué el sobre debajo de una piedra. “¿Tenés un rato para conversar?”, preguntó ella entonces y en ese instante recién supe que alguien se había acercado en silencio, que una mujer estaba sentada un par de metros a mi izquierda. No me sorprendí. No porque estuviera esperándola, si no simplemente porque no esperaba nada, y cuando uno no espera nada, cualquier cosa es nada, y nada sorprende.
Estaba tan cerca de saltar, y tenía tanta seguridad al respecto, que no me preocupó ver a esa mujer que me miraba esperando una respuesta a una pregunta que había oído pero ya no recordaba.
“¿Tenés un rato para conversar?”, volvió a decir y entonces sonrió. “Claro”, le dije, y me dije a mí mismo que nada que dijese o hiciese esa mujer me haría cambiar de idea y por lo tanto, no había riesgo en conversar un rato.
Estuvimos un par de minutos en silencio y vi que ella metía la mano derecha en su bolsillo y sacaba un arrugado paquete de cigarrillos. Se puso uno en la boca, lo encendió y me pasó el paquete con el encendedor, sin preguntarme siquiera si fumaba. Pensé en mi último cigarrillo, ese que yo suponía último, que estaba por transformarse en un cigarrillo más. Supe que al aceptar ese cigarrillo incierto, que no sabía último, estaba violando mi ritual, y al hacerlo estaba entrando en un terreno peligroso y desconocido. Pero mientras pensaba esto ya estaba estirando mi brazo para alcanzar la mano de ella que sostenía los cigarrillos, y cuando los agarré, y uno de mis dedos rozó uno de los suyos, supe que algo había pasado y que en adelante me esperaban sorpresas en cada frase que se pronunciara, en cada acto y en cada mirada
“Es difícil suicidarse en un lugar así, yo hubiera elegido un edificio”, dijo con la vista perdida en la inmensidad. Yo la miré con curiosidad. Tenía una tristeza simple en la mirada, pero ocultaba mucho. “¿Y qué estás haciendo acá?”, pregunté tratando de no sonar agresivo, sólo intrigado, pues hasta ese momento había pensado que ella estaba allí para lo mismo que yo. “Para lo mismo que vos”, respondió, aún perdida en alguno de los cerros que se veían a lo lejos.
Estuvimos un rato fumando en silencio. Ambos mirábamos el paisaje sabiendo, sin decirlo, que los dos amábamos esa vista, y que no alcanzaban unas horas para absorberlo todo. Estábamos como jugando un juego en el que ella miraba algo, yo lo contemplaba, y en seguida observaba otra cosa, y así, superando cada vez la grandeza de lo anterior. Y todo mientras fumábamos el cigarrillo y yo me preguntaba qué sucedería a continuación.
Saber que si ella no hubiera aparecido yo hubiera estado ya en el fondo del precipicio me daba una sensación extraña, como si ya estuviese muerto, como si cualquier cosa fuera posible después del milagro de seguir vivo a esa hora. Pero también sabía que ese retraso no era retraso, sabía que no podía pensar qué hubiera pasado si ella no aparecía, por el simple hecho de que había aparecido, que estaba allí y era tan real como el cigarrillo que fumaba, como el paisaje imposible que se extendía delante de nuestros cuerpos que sin darnos cuenta ya estaban separados por menos de un metro.
“¿Qué va a pasar ahora?”, dije, quizás preguntándomelo a mí mismo, pero en voz alta, casi como si su respuesta y la mía pudieran ser una sola. “Creo que sabemos perfectamente que no hay manera de saberlo”, respondió. Y como respuesta a su lógica infalible, estiré mi mano y toqué la suya, que estaba apoyada en el suelo cerca de la mía. Apenas nos movimos un poco y ya estábamos unidos, cuerpo con cuerpo, y así, abrazados, con su cabeza en mi hombro y nuestros brazos alrededor de nuestras cinturas, permanecimos en silencio, observando todavía un paisaje que no necesitaba voces, disfrutando de una situación que prohibía las palabras.

Por causas que aún no me explico, mis motivos lentamente fueron desapareciendo, pero los suyos se hicieron más fuertes. Estuvimos así, abrazados, unas horas más. Cuando el sol ya estaba desapareciendo, y el cielo tomaba colores que hacían más perfecto el paisaje, me paré, saqué el sobre debajo de la piedra y lo rompí, junté mis cosas, la besé y me fui.

Desde lejos, cuando la silueta de ella era casi un punto, la vi saltar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Dios... me dejaron sin palabras... Muy bien relatado, felicitaciones para tu hermano

Pablillo dijo...

A mi me gusta mucho como escribe. Lo más loco de todo es que está terminando el profesorado de MATEMATICA y se dedica a eso, jaja. Pero bueno, siempre escribió...
Ese cuento lo leyó Eduardo Mignona en el programa que tenía (o tiene) Georgina Barbarossa con no se quien más en radio Mitre.
Si querés te paso el mp3

Saludos.